sábado, 26 de febrero de 2011

Cascada dominical


Más allá de toda errónea referencia onanista, el domingo pasado fui a visitar la Cascada del Pita, en el valle de los Chillos. Uno de esos pequeños tesoros naturales del Ecuador que a uno , acostumbrado a su afáltica Barcelona, le suena a octava maravilla.
La excursión, organizada por un grupo de yoga (un deporte que jamás había practicado), estaba formada por unas treinta personas de todas las edades y aptitudes físicas,  más algún perro despistado.


Cada cierto tiempo nos parábamos y hacíamos una reflexión acerca de la naturaleza y cómo aplicar todo lo que nos enseña a tu propia persona. Juro que me empeñé, pero para mí eso de los ‘shakras’ sigue sonando  algo rarito. 

Pero tanta reflexión, y las atentas observaciones de varios de mis compañeros de viaje me hicieron aprender dos cosas:
 Las orquídeas, unas parásitas cabronas pero la mar de bonitas que se instalan en los árboles para vivir mejor. Les chupan un poco de alimento y se sitúan lo más arriba posible para aprovechar el agua de la lluvia. Muy listas ellas.


También descubrí las fascinantes formas de la Naturaleza:





Poco después nos remojamos los pies en agua helada, en el momento más chistoso de la marcha. Cruzar un río con agua del deshielo del Cotopaxi fue apasionante, y  aunque al cabo de cinco minutos se te empiezan a poner los dedos bien azulitos, también aprendes que después de diez no notas ni frío ni dolor. Y lo dice Mr. Friolero.

Por fin llegamos a la cascada, niños, perros, mochilas, pies mojados, hombres y mujeres. 

 
Nada más llegar nos encontramos con un bautizo rasta, de una comunidad que vive por el Valle. Tambores, rastas, pies descalzos y muchos cánticos a Salassie I y Jah … 



 
Hasta aquí todo repoético, pero luego llegó el drama. La cascada iba con un torrente espectacular y un adolescente con aire supermanesco se había empeñado en cruzarla por detrás. La fuerza de la corriente no le dejaba regresar a la orilla, y el helado del agua podía provocarle una hipotermia.
Un amigo suyo intentaba  acercarse, pero no podía por la fuerza del agua. Por ello, los jóvenes de la caminata tuvimos que usar una soga para ayudar a su amigo en el rescate. Como no quiero hacerme el héroe, diré que yo sólo sujeté la soga, mientras el Carlos se la ataba alrededor de la cintura y se adentraba en el agua.

 Mi experiencia en montaña, mi capacidad para soportar el frío y mi hercúlea fuerza, no dan aún para protagonizar un ‘ultimate survival’.

Al final el chico salió ileso, bajo la atenta mirada de la novia quinceañera, que no movía un dedo pero llevaba llorando abrazada a una amiga desde que empezó el periplo. Algo surrealista, hay que decir. 

Total, que remojado de pies a cabeza por el aire húmedo que escupía la cascada durante el rescate, pasé de la siguiente actividad.
Supuestamente íbamos a cruzar la cascada por detrás, mojándonos de arriba abajo para purificar el alma. Pero yo consideré más que limpios mis shakras, y si bien la experiencia parecía bonita, andaba tiritando a gusto. Así que me dediqué a hacer fotos como esta:



De regreso, paramos para hacer la sesión de yoga prometida. Con algo de vergüenza me descalcé y me puse con todos a practicar. Descubrí falta de elasticidad y una extraña manía por caerme cuando levanto un pie por encima de la rodilla más de cinco segundos, pero también un deporte a lo ‘slow’ útil para todas las edades y muy reconfortante.

Un domingo bien aprovechado, sí señor.