La clase media y sus/nuestros pequeños goces.
Un barquito pone rumbo a Cartagena de Indias con niños y no tan niños devorahelados, juegos para separadas ebrias y hombres que se travisten caricaturizando sus deseos a la vez que huyen de la rutina.
Música a toda mecha, del reguetón a la salsa, mucha chancla, gafas de sol y colores pastel.
Los rubios de bote se destiñen con la sal, las cabezaditas del turista evocan conformismo.
La felicidad y la resignación bailan al vaivén de este barco inundado de almas adormecidas.
24 de marzo de 2011. Cartagena de Indias.
jueves, 31 de marzo de 2011
lunes, 14 de marzo de 2011
Jugar a Carnaval
Guaranda y carnavales. O lo que es lo mismo, aprender a jugar a carnaval en el sitio por antonomasia. En Ecuador, amigos, la gente no se disfraza de pirata, vampiro, emo o sailormoon en tan señaladas fechas. Aquí la gente se moja, y a lo bestia.
En Guaranda, un pequeño pueblecito de sierra camino a Guayaquil, lo de JUGAR a Carnval se escribe en mayúsculas: cubos de agua que atacan desde los tejados, globos de agua, harina y cariocas (que escupen un cegador pero inocuo espumazo) e incluso tinte de color. Es el todo vale.
Tan genuino reclamo me empujó a coger cuatro cosas e irme a la aventura, a vivir mi feriado (las fiestas de carnaval fueron de 4 días) entre Guaranda y Ambato, otra localidad famosa por su desfile.
La primera complicación fue descubrir que todos aquellos colegas que tenían que ir tarde o temprano a Guaranda al final se rajaronn, por lo que me quedé solito, sin alojamiento y con poca pasta.
Por suerte, o por mi afán de hablar con todo el mundo sumada a la bondad del serrano, conocí a mi gran Doña Marta. Una mestra de primaria con la que durante las SEIS HORAS de autobús no dejamos de charlar y charlar, desde política a cosas del día a día.
Nada más llegar a Guaranda, se ofreció en acompañarme por el pueblo para buscar un hostal. Diciéndome que a malas podía colocarme en casa de su ExMarido, y añadiendo que no le gustaba mucho pasearse por el pueblo porque ya no tenían tanta relación.
Todos los hostales estaban llenos, o te cobraban un precio exorbitado aprovechando las fechas. Por lo que la gran Doña Martita (a quienes los amigos llamaban Marti creando momentos de auténtica confusión) me presentó a Flor y su familia, quienes regentaban un locutorio y una tienda de víveres en un caserón antiguo del pueblo.
Después de alguna pregunta inicial, y rompiendo el hielo a marchas forzadas, descubrí la hospitalidad y generosidad del ecuatoriano, y me vi envuelto en una de las experiencias más bonitas de mi vida.
Flor, su marido Enrique, sus hijas Emilia, Odelis y Andreíta, y el perrito Justin (por Bieber, sí señor), se convirtieron durante dos días en una familia en la que yo era el hermano mayor o el tío lejano. Ese tío al que cuando ves sólo de vez en cuando y le pides que te cuente cuentos, jugar con él, y ‘que regrese por Navidad’.
Obviamente, no pude ser más feliz.
Y en medio de esta experiencia vital, vino la experiencia ‘festival’. Paseando a solas y preocupado por el futuro de mi cámara entre tanta agua conocí a gente maravillosa. Poseída por el ritmo de esta bachata-merengue-whatever que se bailba pisando fuerte y mojados de pies a cabeza, una plaza abarrotada de espuma con chanclas se movía al unísono, jugaba a carnaval con el turista (yo, que me gasté medio presupuesto en kariokas) y te ofrecía pájaro azul, el aguardiente de la región.
Borrachos, como en todos lados, habían, pero se abrazaban al pájaro y sonreían felices:
Al día siguiente, tocaba desfile. Tres horas esperando a que pasaran comparsas. Por suerte me hice amigo de Milena (la preciosidad de la foto), que me presentó a su familia y me cedieron una silla para que no me cansara demasiado.
¿El desfile? Lo de menos, a no ser que seas un fan de la customización casera de ropa y te guste estar 3 horas más viendo comparsas semiexhaustas y misses de barrio (literalmente, hay una miss o reina por barrio).
Pero lo divertido era la fiesta que se cocía durante la espera. Volaban globos de agua, kariokas, sonrisas y un poco de insolación. Y la abuelita de Melina me compraba helados (que tras un arduo regateo dejó en 30 centavos la unidad) como si de la mía propia se tratara.
Lo dicho, no hay más generosidad que la guarandeña.
Con todo lo vivido, yo regresé a mi Quito adoptivo emocionado y con la esperanza de recordar y aprender de todo lo que me llevé de esta aventura que fue el mejor de los regalos. Regresé feliz y sucio, muy sucio…
Para ver muchas más fotos. www.flickr.com/marti_quintana
Martí
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